Si
mandas por error a tu mujer para que haga de puta con unos clientes, quizá no
te guste lo que pase después.
Carlos Palacios era un hombre hecho a sí mismo.
A los doce años ya sabía que llegaría lejos. Mientras los muchachos de su edad
perdían el tiempo en juegos infantiles, él ya buscaba la manera de sacar
provecho económico de ellos. Acabó siendo el propietario de la mayor parte de
las canicas de su colegio, las cuales volvía a vender una y otra vez para
robarlas después con trampas astutas. En aquellos momentos no tenía la
envergadura que llegó a adquirir con el tiempo, pero pronto aprendió que en
esta vida la fuerza es necesaria. Lo aprendió de la peor manera. Un día
volviendo a casa, dos matones, dos gigantones que daban miedo y con aspecto de
no haber pisado nunca un colegio ni para robar en él, lo acorralaron. Mientras
uno lo sujetaba el otro le quitó todas las canicas que tanto esfuerzo le había
costado ganar. Qué podía hacer él, un mequetrefe canijo contra aquellas dos
torres. Otra persona hubiera vuelto a casa llorando, hubiera maldecido su
suerte o se hubiera compadecido. Pero Carlos Palacios no era así, él no iba a
dejar que nada ni nadie le apartara de su camino.